martes, 23 de septiembre de 2014

Fuegos Fatuos: un canto de amor y un reclamo de la memoria



Al leer el poemario “Fuegos Fatuos” del poeta chontaleño Alexander Zosa-Cano, y editado por la Sociedad Nicaragüense de Jóvenes Escritores, es inevitable el sentir rabia e indignación, como tampoco es inevitable el poder vislumbrar esos aires de fe y de esperanza en los que se sumerge el poeta, a través de su escritura, de su música, de su profesión docente, de sus visiones, y, por qué no, de un corazón todo-tierra que le ame y le acompañe en esta lucha por la vida, por la libertad, por la justicia social.

Hay en este poemario un verdadero canto de amor a Nuestra Madre Tierra que me hace recordar –y también invocar- la espiritualidad más antigua de Nuestramérica, la de los pueblos aztecas, mayas, incas, chibchas, y los pueblos que –migrando del Sur y del Norte- se asentaron en nuestra Nicaragua, que hicieron de este territorio su casa, su refugio natural, su fuente de vida: los mayangnas, los miskitos, los chorotegas, por mencionar algunos.

Se adivina, pues, en Alexander Zosa-Cano ciertos vestigios de sangre indígena, no sólo de la sangre indígena chontaleña actual, sino de la sangre más ardiente y fervorosa, la más comprometida con el cuidado y la salud de los bosques, del aire, de la tierra, la sangre mayangna, sangre de los hijos del sol, y se advierte una sentida y permanente solidaridad no sólo con los mineros de su natal Santo Domingo sino de Nuestra Madre Tierra, que es, al fin, la que sufre y soporta los embates de la naturaleza como consecuencia de las acciones desproporcionadas y mal dirigidas del hombre.

Como músico y poeta, Alexander Zosa-Cano tiene un compromiso con la vida. Por eso no dejo de insistir en que el poeta es, además, un profeta, porque denuncia las injusticias que se cometen en contra de la humanidad, en este caso, en contra del jornalero de las minas, y anuncia la alegría de vivir en justicia, en igualdad, en libertad y con dignidad. Tiene la obligación de cantar las hazañas de los hombres que se construyen a sí mismos en el trabajo arduo, de los hombres que riegan la tierra con su sangre y su sudor, de los hombres que construyen una nueva sociedad sin esperar que esta nueva sociedad les reconozca sus aportes.

Y desde su labor docente, Alexander Zosa-Cano está obligado con su pueblo, con su comunidad, con sus estudiantes, en la transmisión de los valores que generan vida, en la promoción y recuperación de los espacios que representan la cosmovisión de los pueblos, pero también, en inculcar la verdad acerca de la historia, que son los hombres en su faena diaria, en su lucha diaria por la supervivencia, quienes la escriben, y no los historiadores sentados tras un escritorio, quienes sólo son capaces de ver y escribir lo que sus intereses mezquinos, acordes con el sistema, le permiten.

No hace falta que Alexander Zosa-Cano entre en descripciones detalladas de sus referentes monumentales, arcaicos, geográficos, humanos (el río Artiguas, el monolito de Banadí, el valle de Santo Domingo, los mineros laboriosos, su abuela, su madre, sus hermanos). Basta con que la sapiencia de su pluma los invoque y convoque a juntarse en este nuevo reclamo que no es el reclamo del poeta como tal sino de la memoria de la humanidad a través de la sangre, a través de los ecos en las minas, a través de la piel y los sueños.

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Con una escritura sencilla, para que la entienda y la comprenda cualquier mortal, Alexander Zosa-Cano hace ciertas revelaciones, declara en contra de la tristeza y la agonía y ofrece su testimonio con el ánimo de elevar la conciencia a un estado de solidaridad humana y social, nos comunica sus preocupaciones más sentidas.

En Delirios acuosos (dedicado A los muertos en las Minas de Santo Domingo), el poeta nos ofrece un panorama –su visión- que es una realidad lamentable, una tragedia terrible que se presenta como resultado de trabajar en las minas: La soledad invade los huesos, / en diminutas partes los fracciona, / esparciendo las semillas que florecen constantes / en otras eras. // Los cerros de broza apretujando / nuevamente su vientre, / dan a luz un cuerpo podrido. // Sus hijos lo envuelven en cal y sábanas / depositando las partículas dactilares / en el cementerio municipal. El poeta no escatima palabras y comunica lo que ve, lo que sucede, tal cual.

En Mañana descalza el poeta nos previene contra todo signo falso de vida y placer, signo de lujuria: La mañana descalza / se levanta en el patio de mi casa / desnuda / completamente desnuda. Y nos previene porque esa que llega, pareciéndose quizás a una muchacha, no es más que la muerte disfrazada: Las cuencas de sus axilas depiladas / las piernas enflaquecidas / es la mañana podrida / putrefacta que anda / por las calles de Santo Domingo, / flagelando pulmones / de los mineros/ que paso a paso / pellizco a pellizco / se quitan la vida en el mineral.

Y ante el dolor, ante la angustia, ante la muerte segura e inminente de los jornaleros que trabajan en las minas, el poeta busca en su memoria para imaginar, para soñar, con aquel pueblo suyo cómo era, cómo fue, en los tiempos en que las minas y los explotadores de minas no existían y los explotadores de los que explotan las minas tampoco habían llegado. El poeta siente la necesidad de establecer esa conexión metafísica con el pasado remoto, como fuente de salvación:

He tratado de imaginarme / esta tierra en los tiempos inmemoriales, / he buscado mezclarme en polvo oro / que recorre el Artigua por las sendas despalizadas, // pensando en retornar aquellos días / cuando el aire corría fresco; / las aves extendiendo sus alas entre los tumbos de aire / el agua salía de los manantiales / al pie del Peña Blanca o del Tamagás. // Me pregunto: / ¿Cómo serían las aguas cristalinas / del cedro o de la pequeña montañita del cerro Las Nubes? (Tumbos de aire).

El poeta se interroga, y se responde con una nueva visión: De retorno a mi guarida / las brisas matinales / los rayos disimulados del sol / me ven / con algún temor. // Anhelan besar / la piel de mi estopa / acariciarla / jugarla / en las noches en vela / del frio invierno (Retorno). La pregunta que no fue respondida, quizás porque las memorias son insuficientes para hurgar en ellas, sirve al poeta para autoconsolarse, para inmolarse en su propia nostalgia, en su necesidad de ternura.

La realidad de los jornaleros de las minas de Santo Domingo salpica de tristezas el corazón del poeta -un sentimiento presente en todo el libro-. Una realidad que lo mantiene preocupado, intranquilo, al punto de padecer el vértigo onírico. En el epígrafe de Sueños vertiginosos, de la autoría de un familiar del poeta –por el apellido- se afirma que hay sueños / que son feos y odiosos… (Antonio Cano). El poeta nos cuenta su experiencia onírica:

Sueño con torbellinos vertiginosos / que atormentan mi lluviosa noche / con ahogos continuos… / mi nariz se destrozaba / en bases voluptuosas / de triciclos mudos, / la angustia de un atropellado. // Frotaré espinas limón castilla / sobre mis ojos para ver la luz / en los pabellones por donde camino. // Mi nariz se orinó en mi cara / y mis ojos de bañaron / con lágrimas de muerte-suerte / vida- ego, / barco sin destino, / vida sin muelles para desembarcar.

Tampoco puede el poeta dejar de invocar a sus ancestros, a los fundadores de Santo Domingo, primeras víctimas de las minas. Y los invita a llorar con él, a alzar su voz junto a él, a celebrar la vida en una Centenaria danza estelar: Patriarcas, profetas de tiempos antiguos / testifiquen el martirio de nuestros ancestros / que vivieron en túneles helados / donde les besaba el infierno / secándoles los pulmones. // Pérez, Canos, Carrascos / indígenas sagrados / ascendientes de martillos y palas, / de sangre coagulada. // Ayestas, Rostranes / vengan con sus manos heridas / al centenario, / escuchemos la voz de trueno / congreguémonos / recordemos nuestros orígenes / hagamos memorias / que fluya como río Artiguas / nuestro llanto en un centenario. El poeta no pierde la esperanza, aún conserva la fuerza vital de su espíritu. Si no es por la fuerza de la materia, será por la fuerza del espíritu.

En el poema Minero, el poeta nos presenta y traspone tres realidades: (1) la trituradora de broza que no para de trabajar, ni de día ni de noche, es una máquina que no entiende nada de la vida; (2) la broza irrigada con azogue que aparece en el río Artiguas convertida en pepita de oro, representa el fruto final del esfuerzo humano y la ambición desmedida; (3) el minero que poco a poco entrega su vida, que se desvanece, lentamente, absorbido por un triste pensamiento, un deseo que alienta su ansias de vivir: dejar de ser minero.

El poeta también reflexiona sobre la existencia del hombre, su esencia. Se preocupa por comprender de qué está hecho. En Estrangulaciones descubre que: El reflejo de un charco / demuestra la realidad / del hombre: / somos inmundicia, / pisadas por los pies amoratados / de los días estrangulados / por nuestras manos sangrientas. ¡Cuán triste debió ser para el poeta descubrir que estamos llenos de maldad y de odio! Pero, ¡cuán esperanzador puede ser el descubrir que hay otra vida posible!, al vislumbrar que La Luna se levanta entre los albores de la noche / besando lentamente el monolito de Banadì / como un gran disco de queso blanco / que se derrite lentamente (Banadí).

En el valle de Santo Domingo no todo es tan malo, aunque por la abundancia del dolor, de los cuerpos putrefactos que son encontrados en las minas, de la angustia y la nostalgia de la gente y del minero, todo parezca estar más cerca de ser un desierto, de estar condenado al olvido, al silencio, a la ignominia, el poeta descubre, y nos lo hace saber, que aún hay esperanza, que todavía se puede estar vivo y soñar.

Y a Marilen, le declara: Recogeré las hojas secas de los arboles / para secarte las lágrimas / y al fin éstas vuelvan a reverdecer. ¿Por qué las hojas secas y no las hojas verdes? Porque las hojas secas ya han entregado su alma, su espíritu, las hojas verdes aún lo conservan. Y las lágrimas de Marilen tienen el poder mágico de darle vida a todo lo que bañan.

Y continúa el poeta cantándole al amor, celebrando la vida. No porque ya se haya olvidado de las angustias de su pueblo que son también sus angustias sino porque se hace necesario trascender al futuro y establecer nuevas conexiones de vida con el universo. En Sui géneris (dedicado A Mizraìm Fonseca Cano) el poeta asiste al nacimiento de una estrella, contempla su luz como quien comprende que se encuentra frente a algo mágico: Vi tus ojos abrirse / en espacio y tiempo / una madrugada de Septiembre / como luces ardientes. // Tus ojos brillantes y crisálidos // que buscaban fijar un horizonte.

En Enigma y Esfinge el poeta denuncia el falso progreso que se oculta en la urbanidad: Se pierde en la ciudad / la vida verdadera, / entre las montañas / de cemento de la capital… // En la ciudad se pierde el aroma a amapolas / y a lirios silvestres, / se pierde la esencia de la vida, / se pierde el sentido natural, / se pierde la constancia supra-mental, / se pierde el yo. Y frente a esa realidad, el poeta toma una decisión, consciente y pragmática: Prefiero vivir / mi rústica vida / entre la mística / del olor a campo y de los llanos.

El poeta ha comprendido que asumir la lucha diaria por la supervivencia significa, de alguna manera, enfrentarse a las contradicciones más profundas, a aquellas que surgen de la necesidad de vivir y que obligan a incurrir en la comisión de delitos. Y sin perder su espíritu de rebeldía, aunque parezca resignación, el poeta se muestra retador: Quiero encontrarme con la muerte / con los ojos abiertos, / quiero verle el rostro / a quien nos quita la respiración / la felicidad… // Quiero encontrarme con la muerte / sin ningún temor / sin tapujos, ni miedos / luego de verle los ojos, dejarme morir (Ojos abiertos).

Tras encontrarse con la muerte que no es nada más ni nada menos que encontrase a sí mismo, encontrarse con la verdad, el poeta imagina su ascenso al cielo, o al Nirvana, o a dónde sea que se haya propuesto llegar. Y describe de esta manera su visión: Mi cuerpo desnudo, / mi alma al descubierto / ante las circunstancias / que me abrazan y me atropellan. // Sumergido en mi danza de frustraciones / me quedo en silencio, / expirándome a mí mismo, / sumergiéndome en el mar virgen / de mis fracasos. // Sigo descubierto ante la vida / ante la muerte ubérrima / que está a cada paso que doy / y no temo; sé que mi destino / es viajar por los horizontes / rodeados de seres desnudos, / que no se cubren su vergüenza / porque no tienen nada que ocultar, / son de un solo doblez / y así quiero ser / cuando me encuentre a la puerta / que aguarda don Pedro. // Sin titubear / me dejará pasar / a gozarme todo / lo que resta de la eternidad (Desnudo).

Aunque en el poema anterior pareciera que el poeta ha llegado a su final rindiéndose ante la muerte, en Soy un vencedor denuncia primero los acechos a los que es sometido por cantarle a la vida y a la verdad, por denunciar las injusticias en contra de los jornaleros de las minas: Ángeles caídos / me atormentan de día y de noche, / disfrutan al verme ante el flagelo de la vida, / entre las notas opacas / por un piano sordo. Y luego declara con mucha firmeza y convicción: No dejaré que el miedo / infunda mis huesos / de tuétanos indelebles / de fracasos y mediocridad. / No dejaré que la angustia me cobije / porque soy un vencedor.

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            La poesía de Alexander Zosa-Cano reunida en el poemario “Fuegos Fatuos” ha fluido de su mente y de su corazón hacia el papel con una notable e increíble sencillez. Su candor y su pudor se revelan y se contraponen frente a la inmensa necesidad de alzar la voz y ser escuchado. Quizás sea Alexander Zosa-Cano el poeta que le hacía falta a Santo Domingo, el poeta que preste su voz a los jornaleros de las minas, el poeta consciente de que la urbanidad sólo representa otra forma de exterminio de los valores, de las creencias, de la espiritualidad indígena y de los bosques que son, al fin, nuestro único y natural refugio.

            Sólo le reprocho al poeta Zosa-Cano el no haber tenido el coraje suficiente para denunciar con nombres y apellidos a la mafia minera que, arropada en la ley, se atribuye miles y miles de hectáreas de tierra, se reparte cientos y cientos de jornaleros –formas crueles de jugar con la vida-, y se apropia las riquezas conservadas por siglos en el vientre de Nuestra Madre Tierra, extraídas para aumentar sus caudales y seguir violentando el derecho a existir, el derecho a soñar.



José Luis Núñez
El Viejo, 23 de agosto de 2014