La
elección del Cardenal Jorge Mario Bergoglio como el Papa Francisco, máxima
autoridad de la Iglesia Católica, debo reconocer que me ha sorprendido, por
muchas razones, entre las cuales: es un argentino descendiente de migrantes
italianos; miembro de la Compañía de Jesús, institución religiosa fundada por
Ignacio de Loyola, y considerada la congregación religiosa más influyente en el
Vaticano, gozando de una posición que ni siquiera el Opus Dei se ha preciado;
es un latinoamericano que conoce muy íntimamente los niveles de pobreza no sólo
de su país sino de América Latina, en general; y, lo que más me sorprende es
que siendo jesuita haya elegido ser llamado Francisco. Aunque hay quienes
piensan que Bergoglio escogió el nombre de Francisco para llevar a cabo su
apostolado no por Francisco de Asís sino por Francisco Javier, que fue un
misionero jesuita y descubrió en los pobres y en la pobreza el Verdadero
Evangelio de Jesús.
Nunca
nos esperamos que Joseph Ratzinger, alias Benedicto XVI, renunciara
intempestivamente al ejercicio del poder en el máximo cargo de la Iglesia
Católica, del cual no podía ser destronado sino por la muerte o por una rebelión
interna llevada a cabo por algún Cardenal sediento de poder y dinero y con
ganas de congraciarse con algún poder político o económico dominante en el
mundo; sin embargo, para fortuna de los católicos, esto no ha sucedido. Los
motivos por los cuales Benedicto XVI renuncia al cargo no son realmente de
salud, cuando vimos a Karol Wojtyla, alias Juan Pablo II, con una salud
resquebrajada viajar por muchos países y llevar a los pueblos un mensaje de Paz
y de Esperanza, a la manera como la Iglesia Católica entiende la paz y la
esperanza. Las causas verdaderas de la renuncia de Ratzinger es la presión
internacional desatada por los escándalos de pederastia. Cuando tuvo la
oportunidad de corregir sus errores del pasado, Benedicto XVI ha preferido el
retiro, que no es espiritual, dejando en evidencia que su poder en el Vaticano
se había derrumbado y que alguien más estaba aprovechando dichos escándalos
para socavar las bases de su pontificado.
Pero
bien, no vamos a detenernos para hablar de lo que no hizo y de lo que pudo
hacer Benedicto XVI ante los casos de pederastia que salpican la imagen
redentora de la Iglesia Católica, para poder darle a su alma y a su espíritu la
paz espiritual que realmente necesitaba para poder guiar a un pueblo clamoroso
y sediento de justicia y de libertad, un pueblo que clama cada día por el
respeto y el cumplimiento de sus derechos humanos. Ratzinger, lo mismo que su
antecesor Wojtyla, fue mucho más valiente en su juventud para empuñar las armas
y matar a cientos de civiles inocentes. No ha podido ser tan fiel a la misión
evangelizadora y redentora encomendada por Jesucristo como lo fue con la misión
de Hitler: depurar la raza aria.
Francisco
I, o simplemente el Papa Francisco, ha sido electo en medio de las
controversias y de los nuevos retos a los que se enfrenta la Iglesia Católica.
¿Podrá el Papa Francisco devolverle a la Iglesia Católica su carisma redentor?
Lo mismo que en Asís, un pueblo de Italia, hace muchos siglos, Dios invitaba al
bueno de Francisco a reparar su iglesia, parece que hoy mismo ha hecho igual
con Bergoglio. Si la elección del Papa es, como dicen, obra del Espíritu Santo,
¿por qué tenía que ser de América Latina? ¿Acaso para que se cumpliera la
profecía de Juan Pablo II al llamar a América “el continente de la esperanza”?
¿Qué es lo que puede aportarle al mundo, en cuestión de fe y de espiritualidad,
un continente empobrecido y marginado por las suporpotencias imperialistas y de
las instituciones financieras internacionales que controlan a nuestros
gobiernos, a través de un hombre humilde, en apariencia sabio, sencillo, que
desde el primer instante ya está dando muestras no sólo de cambio sino de
transformación profunda en el quehacer de la Iglesia Católica? Probablemente el
mundo estará más sorprendido aún y probablemente nuestros ojos lo verán y no lo
creerán. Sólo tenemos que esperar para darnos cuenta si el pontificado de
Francisco ha estado acorde con nuestras expectativas.
*
* * * *
Cuando
tenía dieciséis años conocí primero a Francisco de Asís y después a los
franciscanos. Los datos biográficos de este gran hombre que nos ha dado la
historia y el vientre de una mujer laboriosa me conmovieron en lo profundo, no
sólo por su decisión radical de dejarlo todo y vivir en la más completa
pobreza, siendo que dejarlo todo significaba también apartarse de su familia y
de las comodidades atesoradas por su padre que era un comerciante acaudalado,
sino por la firme convicción de que su vocación era seguir a Jesucristo, escuchar su voz, su palabra, y
vivir con los preceptos del Evangelio, reconociendo a los animales como
hermanos, como hijos de la creación. La actitud de Francisco de Asís no sólo
estuvo en contradicción con su familia sino, también, con las creencias de una
Iglesia dogmática, sectorizada, acomodada y prejuiciada. ¿Habráse imaginado
Francisco que al menos sus amigos pudieran seguirlo? Si primero dijeron que
estaba loco, por rechazar vivir en la opulencia cuando había tantos que morían
de hambre. Sorpresa fue para Francisco al saber que Clara, su gran amiga y
compañera (¿y quién dice que no su novia?) fue la primera mujer y la primer
persona en disponerse a compartir su nuevo modelo de vida. El hecho que haya
sido Clara, quien tenía gran cercanía con Francisco, su primera discípula, me
recuerda a María Magdalena que fue la primera mujer en convertirse en discípula
de Jesús. María Magdalena no era prostituta, fue la Iglesia Católica que la
“convirtió” en prostituta alterando los evangelios para desacreditarla.
Es
así como empieza un nuevo modelo de vida que anima en la fe, la vida y la
esperanza de los más pobres, los más desposeídos y propone una nueva relación
armónica y espiritual entre los seres humanos y los animales. Francisco y Clara
comprenden perfectamente que es preciso establecer no sólo la paz en las
familias, entre los países sino, también, entre las diversas especies de la
creación. Pero saben muy bien que no es con un discurso que podrán animar, sino
con la actitud. Jorge Mario Bergoglio también lo sabe. El discurso se usa para
denunciar las injusticias y los abusos. La acción es para amar, para redimir.
Discurso y acción sólo son compatibles cuando persiguen el bien del hermano,
del prójimo. En su humildad, Clara y Francisco, llaman hermanos al lobo, al pájaro,
a la luna, al sol, al agua, al árbol. Y en su humildad, el Papa Francisco pide
al pueblo convocado y reunido en la Plaza del Vaticano rezar por él. Y es que
para poder transformar la realidad inmediata que nos rodea y nos cuestiona, es
preciso estar y haber sido transformado primero. ¡Se da lo que se tiene!
Apenas
tenía diecisiete años cuando sentí el deseo de vivir un poco diferente a los
demás, a lo mejor una vida contemplativa. Yo quería ser como Francisco de Asís
porque siendo como él era lo más cerca que podía estar de ser como Jesús. Dicho
deseo lo compartí con mi amigo Jairo Rayo. Él también sentía lo mismo. Cuando
acudimos para hablar con un fraile menor de la orden franciscana, medio nos contó
que todo era un proceso y ellos como tal eran muy exigentes, que posiblemente
nosotros éramos muy jóvenes para decidirlo, que lo pensáramos mejor. Nos fuimos
a pensarlo. La inquietud siempre estuvo en mi cabeza y en mi corazón. Pocos
años más tarde, leí la vida de Francisco Javier, misionero jesuita, y me
impactó muchísimo su entrega, hasta causar disgusto en algunas autoridades, no
sólo eclesiales sino políticas. Pensé que el hecho de haber conocido a dos Franciscos
era una señal. Aparte que mi hermano muerto también se llama Francisco Javier.
Entonces, ya no eran dos Franciscos, sino tres. Tres Franciscos que estuvieron
dispuestos a dar la vida por sus semejantes, que estuvieron dispuestos a amar
hasta las últimas consecuencias. Porque “nadie tiene mayor amor que el que da
la vida por sus hermanos”.
Y
entonces ya no quise ser sólo un fraile franciscano. Quise vivir más profundo.
Quise abrazar la orden de los jesuitas. Quise abrazar el sacerdocio y
entregarme por completo a una vida de misión, de redención, para con los más
pobres, los más desposeídos, porque “aquello que habéis hecho a mis hermanos,
me lo habéis hecho a mí”. Es por eso que el Papa Francisco me ha sorprendido. Y
me ha hecho, también, recordar aquellos años de mi incipiente juventud en que
quise vivir al modo de Francisco de Asís y de Francisco Javier. Un estilo de
vida más humano, más solidario, más cristiano, donde yo fuera un “Evangelio
vivo”, como lo fue Francisco de Asís. Lamentablemente, el darme cuenta que la
Iglesia Católica no es una institución que vela por el bienestar de los más
pobres sino, por el contrario, sus jerarcas, viven al margen de éstos en la más
grande opulencia y que quienes están encargados de darle sentido a la vida
espiritual de los pueblos son quienes destruyen la poca fe que el pueblo ha
alimentado, hizo que yo en cierto
sentido me volviera ateo. Me refiero al aprovechamiento de los dogmas y de las
fiestas tradicionales que hacen algunos jerarcas para su enriquecimiento y a
las violaciones sexuales que sufrieron muchos monaguillos, seminaristas,
allegados, en manos de sus mentores. Pero, lo que realmente me hizo alejarme de
la Iglesia Católica fue el hecho que quienes teniendo la autoridad, el poder y
la obligación cristiana de investigar los hechos denunciados para corregir y/o
resarcir los daños, pidiendo no sólo perdón a las víctimas sino entregando ante
la justicia a los responsables, no lo hicieron, convirtiéndose automáticamente
en cómplices de los delitos.
Aún
me acuerdo de aquel misionero que en épocas de la colonia española dijo, en
referencia al agravio que sufriera un grupo de indígenas: “es mayor ofensa dar
una bofetada a un negro que escupir a un cristo de madera”. Porque el negro es
una persona, a “imagen y semejanza de Dios”, tiene vida. En cambio, el tronco
de árbol donde se esculpió el cristo de madera, ya no tiene vida.
Andando
entre mis pasiones y mis deseos, buscándole un sentido a mi vida, con el que me
sintiera bien, satisfecho, sin olvidar el principio franciscano de que todos
somos hermanos, conocí a Leonardo Boff, teólogo brasileño, fundador de la
Teología de la Liberación, con la que pretendía acercar a los pueblos
latinoamericanos a un Cristo más humano, más cercano, más actualizado, que se
comunica en un lenguaje sencillo, ya no con parábolas, sino que llama a las
cosas por su nombre (del modo que lo hizo siempre). Pero, entonces, ya no quise
ser fraile franciscano ni sacerdote jesuita, sólo quería vivir un modo de vida
en solidaridad, para darle esperanzas al que la había perdido. Durante diez
años ese fue mi apostolado. Compartir el Evangelio Vivo de Jesús durante las
Semanas Santas de cada año con las comunidades campesinas de mi pueblo. Y
cuando yo creí que estaba alejado de la Iglesia, me di cuenta que sólo me había
acercado más. Sólo que lo había hecho buscando en sus raíces genuinas, en
aquellos que son de verdad la inspiración de Jesús: el pobre, el desposeído, el
oprimido, el que anhela libertad, no sólo la libertad física, sino espiritual,
la libertad ante el sistema excluyente.
Y
aunque participaba de una misión, empecé a llamarme ateo. Un “ateo-cristiano”
decía yo. Algunas personas me preguntaban que cómo podía ser esa dualidad, ser
ateo y cristiano a la vez, que si no era un doble discurso para sacarle
provecho a algo. Convencido de que era realmente un “ateo-cristiano” respondía
que el Dios que la Iglesia me había enseñado era el culpable. Que yo ya no
creía (y sigo sin creer) en Dios. Sobre todo, un Dios que castiga y que te
vigila para sorprenderte en pecado porque siente gran placer infligirte
castigo. ¿Cómo puede ser Dios de amor un Dios que se comporta así? Jesús y
Francisco de Asís me mostraron al otro Dios. Al Dios que te perdona siempre sin
importarle lo bien o mal que puedas hacer las cosas. El Dios que te ama sin
ponerte condiciones, sin importarle si
le hablas o no le hablas. Pero pronto me di cuenta que ese Dios tampoco
existía. O más bien que el Dios que Jesús y Francisco de Asís me estaban
mostrando no era realmente un Dios, sino una Diosa. Porque la misma Biblia se
encargó de demostrarme que la maternidad y la paternidad exigen esfuerzos que
sólo la maternidad está dispuesta a llevar a cabo para la realización del
individuo como ente social, en construcción permanente. Sólo la maternidad es
capaz de soportar grandes dolores para la realización de un nuevo ser humano.
Sólo en la maternidad se cumple “el dar la vida por sus hermanos”. Muchas
mujeres mueren al dar a luz. Los hombres aún no llegamos a esa experiencia.
Tampoco
quería creer en un Dios que está sentado en un trono, peinando su barba,
rodeado de vírgenes y de riquezas. Según la Iglesia Católica Dios vive en el
cielo rodeado de once mil vírgenes.
¿Para qué quiere Dios tantas vírgenes? ¿Acaso tendremos once mil nuevos
redentores? ¿Será entonces que la Segunda Venida de Cristo no es más que el
nacimiento de un nuevo redentor, literalmente? La Iglesia miente. Por eso no
creo en la Iglesia y tampoco creo en su Dios. Sin embargo, creo en Jesús. Creo
que Jesús no fundó ninguna institución religiosa. Creo que Jesús perseveró en
el amor como instrumento infalible para conquistar la libertad. Creo que Jesús
no sólo fue víctima del sistema político de la época sino de lo mal que los
fariseos, escribas, saduceos y zelotes entendieron y comprendieron el rostro de
la Madre-Dios y el nacimiento del Mesías, del Cristo, del Redentor. Si Jesús
viniera hoy, o mañana, o pasado mañana, o en los próximos meses, no dudaría en
acoger a tantos homosexuales que están apartados de la Iglesia Cristiana, en
general, los abrazaría, y a todos aquellos que anhelan unirse en matrimonio,
Jesús tampoco se los negaría, como un buen sacerdote, Jesús se pronunciaría a
favor del matrimonio gay y lésbico, los casaría. Y nos recordaría Jesús que lo
más importante es el amor. Y en Corintios leemos todo lo que el amor simboliza y
representa. ¡El amor no es excluyente!
*
* * * *
Por
eso digo que Jorge Mario Bergoglio, el Papa Francisco, ha sido electo en medio
de una crisis no solo institucional que enfrenta la Iglesia Católica (con la
corrupción denunciada en el Banco del Vaticano) sino una crisis de fe, con las
imposiciones de los dogmas, sin consultarle al pueblo si quiere creer o no
creer. Una crisis provocada por la exclusión, por el abuso del poder, por el
acumulamiento de riquezas, por el ignorar a los pobres y desposeídos que son
los consentidos de Jesús. Y yo creo que el Papa Francisco sabrá afrontar esos
retos y darle a la Iglesia un nuevo rostro, uno más humano y solidario. Confío
en que el carácter jesuítico y el espíritu franciscano de Bergoglio le darán
las bases para tomar las decisiones más justas, acordes con la realidad. Tal
vez no tendremos un pronunciamiento oficial del Vaticano a favor del matrimonio
entre personas del mismo sexo, pero, por lo menos que el Vaticano deje de
incidir en los Estados para su penalización y demonización. La Iglesia necesita
verdaderas transformaciones, profundas y sociales.
La
sencillez y la humildad del Papa Francisco me han hecho recordar aquellos años
de mi adolescencia en que soñaba con un planeta más verde. Por eso, también
espero que la Iglesia Católica se pronuncie en contra del cambio climático, del
calentamiento global por causa de las emisiones de gases, que se pronuncie en
contra de las deudas adquiridas por los países bajo amenazas y chantajes, que
se pronuncie a favor de la soberanía de las naciones, y, sobre todo, que se una
a los clamores de los pueblos que denuncian y exigen la restitución del derecho
de Nuestra Madre Tierra, que demandan y exigen a los países desarrollados
detener las emisiones de gases y la explotación indiscriminada de los recursos.
Quiero ver una Iglesia reparada. Hace muchos siglos le tocó a Francisco de Asís
recibir el llamado en la Ermita de San Damián. Ahora le tocó a Jorge Mario
Bergoglio recibir el llamado en Argentina: “Francisco, ¡repara mi Iglesia!”
José Luis Núñez
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